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LA SANTIDAD Y LOS SANTOS

 

La tradición en la vida de la Iglesia, como es sabido, tiene un gran cometido como columna fundante, junto a la Escritura, para definir el contenido doctrinal de nuestra fe. La llamada realizada a la tradición misma y al pueblo de Dios, como apoyo y fundamento para la definición de los últimos dogmas hecha por los Papas Pío IX y Pío XII, son una prueba más acerca de la importancia de la tradición de frente al pensamiento, simplificando, luterano y protestante, como tradicionalmente nos ha sido transmitido y enseñado en nuestras escuelas, que pone sobre todo el acento en la sola Escritura, como única fuente de fe, y hoy, por cierto, mucho mejor estudiado en tantos estudios y encuentros ecuménicos.

Del mismo modo, el conocido axioma: „Lex credendi, lex orandi”, nos señala una pista para poder entender mejor dónde nosotros podemos colocar el culto a los santos en la Iglesia, observando cómo desde los principios de la misma se ha vivido este culto, y después el largo camino recorrido a través de los siglos y las raíces que sustentan la santidad en la vida de los cristianos, a la que somos llamados todos los creyentes.

 

No es necesario estar ciegos ni alejados para darnos cuenta y entender cuanto ha sucedido en el postconcilio con el culto y la veneración de los santos: una gran parte de nosotros hemos sido testigos de ello, y lo mismo dígase en el modo de educar y formar a los cristianos, sacerdotes y religiosos en los caminos de la santidad, a la que todos hemos sido convocados. Una educación y una formación tan lejana de los esquemas clásicos y de la tradición vivida, en las que desde luego las nuevas generaciones no se reconocen, que abre nuevos caminos y nuevas pistas hacia la santidad común para todos los cristianos, Pueblo de Dios.

Aunque el culto y la veneración de los santos todavía ha resistido a la desacralización de los últimos cuarenta años del postconcilio, no se puede poner en duda el que haya sufrido también un bajón tan visible entre nuestros fieles, al menos entre los que están más cercanos a la vida de la Iglesia y con una formación sólida y comprometida.

Iglesias, capillas, santuarios, ermitas, altares, sufrieron la ola iconoclasta incubada y mal digerida de la interpretación de la Lumen gentium, en particular del capítulo V, y de la Sacrosantum Concilium sobre la Liturgia, que intentó colocar en su sitio, por una parte la liturgia eucarística „culmen et fons” y por la otra el culto a los santos, redimensionándolos a todos los niveles en la vida de la Iglesia, y de modo particular en los calendarios litúrgicos. Se ponen de relieve los tiempos fuertes litúrgicos: Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua-, y el domingo, como Pascua semanal. Argumento éste sobre el que Juan Pablo II, hace tres o cuatro años, escribió una Carta apostólica digna de una seria reflexión y conocimiento por parte de todas nuestras comunidades cristianas y aun religiosas, en las que no siempre el „día de reposo y de santidad que has dado a tu pueblo”, es respetado ni vivido.

Hoy, habiendo ya pasado tantos años desde aquel gran acontecimiento eclesial que fue el Concilio, la constitución dogmática Lumen gentium, en su capítulo V, se lee como un verdadero canto a la santidad para todo el Pueblo de Dios y a todos sus hijos que han logrado vivirla plenamente llegando a ser modelos e intercesores, Evangelio vivo y encarnado, Palabra viva hecha carne en tantos hermanos y hermanas que nos han precedido en la fe compartida y duermen en el sueño de la paz, despiertos y gozosos con Cristo resucitado y glorioso.

 

Por otra parte han surgido figuras carismáticas que, canonizadas por la Iglesia, han llegado a ocupar un puesto principal en la devoción y la fe de nuestros cristianos, como las del P. Pío de Pietralcina, la Madre Teresa, D. José Mª Escrivá, Don Orione, Don Calabria, la madre de familia médico fiel al don de la vida Gianna Berretta, o aquellos otros menos recientes, que gozan de las simpatías y veneración de los cristianos, como S. Francisco, Santo Domingo, S. Ignacio, Santa Teresa, Santa Catalina de Sena, S. Benito, S. Francisco Javier, etc… personajes conocidos e indiscutidos para toda la Iglesia y aun por los hombres de buena voluntad. Y lo mismo dígase de toda la serie de fieles beatificados y canonizados en los últimos tiempos, modelos de santidad para todo tipo de vida, ofrecidos por la Iglesia, cuando se canonizan o beatifican, como figuras a imitar por los cristianos de hoy, y como intercesores, la vertiente más popular y conocida.

Hay que tener en cuanta que, con el pasar del tiempo puede aumentar la fama, pero puede también disminuir la visibilidad histórica (desconocimiento que lleva al desinterés). Estas figuras nos dicen que Dios hablaba y operaba en su tiempo pero, ¿existen testigos de que continúan a hablar y obrar todavía hoy?

Una gran parte de nuestros cristianos se siente como perdida ante los muchos santos que aún pueden encontrarse en nuestras iglesias y lugares de culto; no conocen ni sus nombres ni sus vidas y ni siquiera cuál ha sido la „especialidad” de intercesión que les ha atribuido la tradición popular de las iglesias locales.

El hombre de hoy, en general, y en cristiano en particular, no conocen la vida de los santos, mayores en la fe; no los considera como personas que lo puedan interrogar con su estilo de vida y poner en crisis su existencia. Para poder amar y poder seguir a una persona, su ejemplo como modelo de vida, hay que conocer muy de cerca su experiencia espiritual. Sólo así los santos pueden ser modelos de vida y arrastrar con su testimonio. Conocemos cómo el ejemplo de los santos, de Domingo, Francisco, Bernardo y otros muchos del „Flos sanctorum”, como cuenta S. Ignacio, le movieron a conversión, cuando estaba ya cansado y aburrido de tantas lecturas profanas: „Se illi, cur non ego?”

Juan Pablo II, con sus numerosos santos y beatos, ha querido ofrecer a través de todos estos testimonios más cercanos y actuales, un modelo de vida de fe y práctica de virtudes en modo heroico, un Evangelio realizable.

En las estadísticas de que disponemos, hasta el 9 de noviembre 2003, el número de los santos y beatos son los siguientes:

Beatos: 1320 (1031 Mártires y 289 Confesores) en 143 ceremonias; 82 en el Vaticano,14 en Italia y 49 fuera de Italia. Hay que añadir otros 7: 4 con Decreto de confirmación de culto( culto que se venía dando) y 3 con la concesión de Misa y Oficio. Total: 1327 Beatos.

Santos 476 : (402 Mártires y 74 Confesores) en 50 ceremonias: 37 en el Vaticano, 1 en Italia y 12 fuera de Italia. Además se ha restablecido el culto de S. Meinardo, obispo de Letonia. Total:477 Santos.

A mi parecer, nosotros, Dehonianos, nos encontramos en esta misma situación comentada. No por nada somos hijos de nuestro tiempo y momento histórico, y por tanto sólo un conocimiento profundizado, releído y vivido, de la persona y obra del P. Dehon, puede conducirnos a vivir el carisma fundacional, y su experiencia de fe, con todo lo que ello comporta.

Arriesgamos, como se puede percibir en lo arriba señalado, a nivel de vida cristiana y eclesial, de teorizar, de llenar nuestras „estanterías interiores”, nuestras bibliotecas personales o comunitarias, con tantos estudios, de tantos años de trabajo realizado sobre la figura del P. Dehon y después observar cómo nuestra vida camina lejos de la experiencia de una vida unida a Cristo, como la ha vivido y trasmitido, en palabras y obras el P. Fundador.

Refundar sí, pero ¿con cuánta dinamicidad espiritual, capaz de animar y empujar nuestros programas, tan elaborados, de nuestros Capítulos Provinciales, y al final del mismo Capítulo General último?

La llamada a la santidad hecha por el Papa en la bula conclusiva del Jubileo y puerta abierta al nuevo milenio (Novo Millennio inneunte) es muy clara y sobre todo para nosotros religiosos: sin un seguimiento comprometido a Cristo, de su santidad, vivida con su estilo, carisma y gracia, con el Evangelio, vivido a lo Dehon, no nos será nada fácil el poder dar una respuesta a los muchos desafíos secularizantes y desacralizantes que nos está presentando el siglo XXI con una radicalidad insidiosa.

En estos momentos me viene a la mente el recordar aquella propuesta hecha por el P. Dehon, y apoyada por el Capítulo, del famoso mes de renovación para todos, y llevado a cabo con tanto empeño y dedicación por él mismo y el P. Andrés Prévot.

Me pregunto si hoy, una iniciativa de este estilo podría ir adelante con una cierta respuesta y éxito, y no es que la situación no lo mereciera dados los desafíos que tenemos delante( Lettere Circolari, 20.09.1908, pp. 183-184.).

„Nuestro santo”, „el reparador por excelencia” como lo llamaba el P. Dehon, en su carta circular del mes de diciembre de 1913, pocos días después de la muerte del Siervo de Dios P. Andrés Prévot, conocido más por la leyenda tejida alrededor de su persona que de la realidad de su vida, escritos y doctrina, y ahora que se habla tanto de la refundación, de la vuelta a los orígenes, a las fuentes, me pregunto si no sería el caso de promover su conocimiento, porque no por nada fue maestro de novicios durante 23 años, y ver las concordancias en la interpretación del carisma fundacional y acaso las tonalidades personales sobre el espíritu de víctima vividas por el P. Andrés, en alguna ocasión llamado „al orden” por el propio P. Dehon, quien desde el primer momento le confió la formación de sus novicios y lo tuvo a su lado como Asistente hasta su muerte.

Recorriendo toda entera la vida de la Iglesia, desde los primeros años vividos en las primitivas comunidades cristianas de los primeros siglos, enseguida aparecen figuras que han dejado un vivo recuerdo entre sus miembros, y que se presentan como modelos de vida, de modo particular a través del camino del martirio, vía ordinaria de santificación que se ofrecía a todos los cristianos, desde los comienzos, como se observa desde una lectura atenta de los Hechos de los Apóstoles, cartas apostólicas y del mismo Apocalipsis.

Sin duda, el modelo de santidad es el mismo Señor, camino, verdad y vida para conocer al Padre, y a través de Él identificarse en la misma vida del Padre, como hijos queridos, pues de lo contrario ¿a qué sirve la invitación de Jesús a llamar, como Él, a Dios, con el nombre familiar de Abbá, Padre?

Será la lectura del discurso de Jesús, después de la última cena, la que nos introducirá dentro del misterio de Jesús, de su amor, en su imitación y en su oblación, para acercarnos e introducirnos en aquella santidad de Dios, tan indefinible, pero a la que hemos sido llamados: „Sed santos como yo soy santo, sed perfectos como yo soy perfecto”… „El Padre y yo somos una misma cosa”.

Los cristianos de las primeras comunidades cristianas, „el movimiento de Jesús”, como las ha llamado Paul Richard en su libro: „El movimiento de Jesús antes de la Iglesia”,una interpretación liberadora de los Hechos de los Apóstoles, sabían muy bien que su modelo era Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, modelo de cómo vivir preparando y realizando la llegada del Reino, que si por una parte está dentro de nosotros, por otra es necesario hacerlo presente, como nos animaba el P. Dehon: „en las almas y en las sociedades”, imitando los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús.

Serán los catequistas, modelados por los Apóstoles y sus más inmediatos imitadores, los que poco a poco ofrecerán el nuevo camino, el nuevo modelo de santidad tanto a los hebreos como a los paganos convertidos en su mundo cultural respectivo.

Pablo mismo, el gran protagonista de la primitiva catequesis apostólica, dirá a sus comunidades, en la primera carta a los Corintios: „Haceos mis imitadores, como yo lo soy de Cristo”(I Cor 11, 1).

Y será S. Pablo, el apóstol, quien afirmará en su carta a los Gálatas - para nosotros es importante la cita puesto que es la más presente en los escritos dehonianos-, la total unión con Cristo, a la que había llegado a través de la contemplación y la vida, manifestando así su identificación con Cristo, y por medio de Cristo en el amor del Padre, vivido a través de la contemplación del Corazón traspasado, guiado por el Espíritu Santo: „Con Cristo estoy crucificado y, vivo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mi; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a si mismo por mí” (Gal 2, 19-20) (cfr. A. Perroux „Le Fils de Dieu m'aimé. Il s'est livré pour moi”: Gal 2,19-20).

Frecuentemente nos preguntamos quiénes son los santos y en qué consiste la santidad. No es nada fácil el lograr hacer una definición exhaustiva acerca de la misma, pero el cardenal Saraiva Martins, Prefecto de la Congregación de las Cusas de los Santos, casi como explicitando las palabras de S. Pablo, escribe: „La santidad consiste esencialmente en una plena y total identificación con Cristo, hasta tal punto que un santo podría ser definido así: aquel que con su esfuerzo personal y con la ayuda indispensable de la gracia sobrenatural ha logrado ser no solo un „alter Christus” sino el „ipse Christus”(La Chiesa all' alba del Terzo Millennio, 5,p.74, Roma 2001, Ed. Vaticana).

El Concilio en la Lumen Gentium 41, la describe así: „Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios”.

Y si queremos saber como podemos llegar a ser santos, como se realiza la santificación, se podría afirmar con el P. Federico Ruiz: „La santificación es obra del Espíritu Santo en la Iglesia, en virtud de la cual el hombre, en todas las dimensiones de su existencia, es renovado a imagen de Cristo y se convierte en instrumento dócil de la voluntad divina, para que pueda realizar la salvación del mundo. Es un proceso lento, pero lleno de vida, que alcanzará su plenitud al fin de los tiempos”(Le vie dello Spirito, 7,210, EDB 1999).

La llamada a la santidad, afirmará el mismo autor: „…es, a fin de cuentas, todo amor. El amor que Dios ha tenido y tiene por cada uno de los cristianos ( y en algún sentido por cada uno de los hombres) es la llamada más eficaz y real a la santidad: viene con todos los deberes y obligaciones y aun cuando con todas las veces que viene, el hombre no debe dar más que una respuesta: amar y servir con todo corazón y toda la existencia: „Porque el amor de Cristo nos apremia”( 2 Cor 5,14); Él se ha empeñado por mí, Cristo ha muerto por cada uno de nosotros. En realidad es desde aquí de donde los santos han partido y han percibido la llamada más fuerte hacia la santidad (o.c, 224).

En estos nuestros tiempos, y en modo particular a través de la praxis y enseñanza pastoral de Juan Pablo II, la Iglesia y el pueblo de Dios se han visto sacudidos de un modo particular de frente al gran número de beatificaciones y canonizaciones llevadas a cabo durante su pontificado, si se tiene en cuenta la lentitud y escasez de los Papas precedentes. Si se observa la geografía del mundo, los lugares, regiones o naciones, estados en los que se ha llevado a la veneración de los fieles alguno de sus conciudadanos, prácticamente no hay lugares en los que no haya sido beatificado o canonizado uno de sus hijos. Ha sido un modo de proceder bastante frecuente y normal el canonizar o beatificar con motivo de los viajes apostólicos, como podemos recordar a los últimos santos españoles en Madrid.

La misma Congregación de las Causas de los Santos, en los últimos tiempos, ha debido modular su ritmo de trabajo ante las indicaciones de „arriba”, por este motivo, disturbando el camino normal de los Procesos, con los retrasos consiguientes.

Figuras desconocidas o casi, figuras brillantes en el horizonte de la Iglesia, han sido propuestas como modelos a imitar y como intercesores. La línea clara de la acción pastoral de Juan Pablo II ha sido muy simple: en este nuestro mundo se trata de ofrecer testigos de vida de fe y virtud heroica en cada lugar y circunstancia de la vida cristiana.

Porque, como decía S. Francisco de Sales, en cada estado de la vida del cristiano debe ser posible el vivir santamente, no intercambiando modelos de vida, como podemos leer en la memoria del Santo, el 24 de enero, en el prefacio a su obra famosa: Introducción a la vida devota, donde escribe: „Los autores que tratan de la vida devota casi todos se propusieron instruir personas alejadas del mundo. Yo, en cambio, deseo instruir a aquellos que viven en la ciudad, entre los problemas domésticos, en los empleos públicos”… „Haced como los niños, que con una mano caminan agarrados al padre, y con la otra van cogiendo las moras o fresas que ven junto a las paredes. Así también vosotros, reuniendo y manejando los bienes de ste mundo con una de vuestras manos, con la otra tened siempre agarrada la mano de vuestro Padre celestial; volviéndoos a Él, paso a paso, para ver si le es agradable vuestro modo de obrar y vuestras ocupaciones; pero sobre todo, tened mucho cuidado de dejar su mano y su protección pensando poder acumular y recoger mucho más; porque si Él os abandonara no daréis un paso sin dar con la cara por tierra.

Quiero decirte, Filotea mía, que cuando estuviereis en medio a los negocios y ocupaciones comunes, que no requieran una atención fija e intensa, tengáis los ojos más en Dios que en los negocios; cuando estos sean más importantes, que requieran toda vuestra atención, de cuando en cuando dirigid vuestra mirada hacia Dios, como lo hacen los navegantes en el mar”…(o.c.III, c.10).

Es el camino de una santidad sencilla y firme, que también a nosotros nos puede ayudar hoy a seguir las huellas y pisadas de Jesús, agarrados siempre de la mano del Maestro mientras caminamos.

En la lista, desde luego interminable de los nuevos santos y beatos, comienzan a despuntar cristianos de todo tipo y condición: esposos como los Bentrami, madres de familia como Gianna Beretta, jóvenes de todos los estilos, profesionales y hasta un emperador, el último del imperio austro-húngaro, casi un contemporáneo nuestro. No faltan, como es evidente, sacerdotes, religiosos de todas las categorías, niños, hasta los Papas de los últimos tiempos como Pío IX, Pío X, Juan XXIII.

Juan Pablo II siempre ha estado interesado siempre en ofrecer a nuestro mundo, demasiado fácil en el olvidar o no querer acordarse de los desastres provocados por los sistemas políticos, el valor y la fe de tantos cristianos, que por amor a Dios y al prójimo, fueron capaces de derramar su sangre, con todas las modalidades imaginables, por la causa del Evangelio.

Desde hace muchos años la Liturgia de las Horas nos ha permitido leer las Actas del martirio de tantos santos mártires de los primeros siglos de la Iglesia: actas sencillas, claras, a veces envueltas entre leyendas y tradiciones; pero hoy, si leemos también las relaciones sobre tantos testigos del siglo XX, nos damos cuenta de que no tienen nada que „envidiar” a aquellas otras, y yo añadiría que, a veces, las superan…

Los sistemas políticos del siglo XX, que ahondan sus raíces en el XIX, en sus vertientes socialistas, comunistas, anárquicas; el nazismo, el fascismo, el capitalismo mismo, a veces mucho más solapadamente, han intentado encubrir sus crímenes como rebelión contra el estado, partido, a la misma democracia y libertad, sin tener en cuenta a la persona y los derechos fundamentales de todo ciudadano, entre los cuales se encuentra la libertad religiosa y el compromiso por salvar al hombre de ser fagocitado por el propio estado.

Los lager, gulags, foibas, checas, y otros tipos de prisión, han intentado por todos los medios inimaginables destruir a los cristianos. Cuando los tiempos han pasado, y si se quisiera hacer un sano revisionismo histórico, uno se pregunta, por ejemplo, por las tantas víctimas sacerdotales causadas por aquellos, hasta ahora reverenciados y alabados partisanos en Italia, en lo que en estos tiempos comienza a llamarse guerra civil italiana. O en otros muchos países de Europa: crímenes vergonzosamente escondidos u olvidados, de los que nadie quiere hablar.

O aquellos otros también recordados por Andrea Riccardi en su libro: El siglo del martirio, cuando habla de los crímenes fascistas en Abisinia cometidos contra el Patriarca de los coptos y sus sacerdotes, de los que casi nunca se hace mención.

Toso los capítulos de esta documentada y excelente obra nos abren las ventanas hacia un pasado conocido, pero el titulado: El orden nuevo y los cristianos:La Europa de Hitler, acaso sea el más adecuado para hacernos comprender las raíces, los fundamentos y la realidad de aquellas persecuciones (II, 63-132).

No se puede perder la memoria, pero tampoco se debe estar siempre pensando en el pasado. En realidad, el Reino de Dios se hace presente en la gran tribulación y los santos son aquellos que han vencido en la sangre del Cordero: „Estos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario”(Ap 7, 14-15).

La tribulación, la cruz, la sangre consolidan la unión de Cristo con los santos, tanto en el martirio concreto y la efusión de la sangre, como en aquel martirio-testimonio de cada día en la oración y en servicio al prójimo, que son el camino para llegar a aquella comunión de vida, santidad y gracia que distingue toda santidad aquí en la tierra.

Podemos dar un paso hacia atrás y dirigir nuestra mirada hacia el Año Santo y sobre la Bula de apertura: Incarnationis Mysterium, promulgada por su Santidad Juan Pablo II, en la que afirma: „La historia de la Iglesia es una historia de santidad. El Nuevo testamento afirma con fuerza esta característica de los bautizados: ellos son „santos” en la medida en que, separados del mundo en cuanto sometido al Maligno, se consagran a dar culto al Dios, único y verdadero. De hecho esta santidad se manifiesta en las vicisitudes de tantos Santos y Beatos, reconocidos por la Iglesia, como también en aquellos de una inmensa multitud cuyo número es imposible calcular (Ap 7, 9)”. Y subrayo: ”Su vida atestigua la verdad del Evangelio y ofrece al mundo un signo visible de la posibilidad de la perfección” (11).

En la misma Bula, el Papa que viene de un mundo en el que los cristianos han debido, de un modo especial, dar testimonio de la propia fe cada día, en aquel „mysterium iniquitatis” que han sido el comunismo, el nazismo, hace una referencia a los mártires, nos explica con palabras inteligibles la razón y el modo de ser mártires en la Iglesia: „Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando la vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de aquel amor más grande que compendia todo otro valor. Su existencia refleja la palabra suprema de Cristo en la cruz: „Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”(Lc 23, 34). Y cómo han ido las cosas y se conocen a nivel mundial, con noticias a veces muy frecuentes de todo tipo de persecuciones, también en nuestros días: ”El creyente que se haya tomado en serio su propia vocación cristiana ve el martirio como una posibilidad ya anunciada en la Revelación, por lo que no puede excluir esta perspectiva del propio horizonte de vida… Desde el punto de vista psicológico, el martirio es la prueba más elocuente de la verdad de fe, que sabe dar un rostro humano aun a la más violenta de las muertes y manifiesta su belleza aun en las más atroces persecuciones„(13).

La santidad, como realidad y concepto, nos acerca al Antiguo Testamento, en el que el Señor, a lo largo de la historia de Israel, se va manifestando a su pueblo, elegido gratuitamente para ser tal, como los mismos santos, que son llamados y elegidos a vivir en diálogo de amor y caridad a lo largo de su propia vida.

La voz que Moisés escucha desde la zarza ardiente, da a entender como ninguno puede acercarse a Él: „No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada… Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios”(Ex 3, 3-6). La nota que la Biblia de Jerusalén hace al capítulo 33, 20 señala: „tan grande es el abismo entre la indignidad del hombre y la santidad de Dios, que el hombre debería morir con sólo ver a Dios”. Es la misma revelación del nombre de Yahvé que, a petición de Moisés, va por el mismo camino: „Yo soy el que soy”( Ex 3,13).

Para el Antiguo Testamento el llegar a ser santos: „Sed santos como yo soy santo”, y vivir la santidad, tiene el sentido de ajustar la vida a la observancia de la Ley, como expresión de la voluntad divina, y respetar todas las prescripciones legales, materiales y personales que impiden el acercarse al Santo.

La presencia de Yahvé en medio al pueblo elegido en el Sinaí, en el desierto, en la Tienda que acompañaba su peregrinar, en la tierra prometida, hasta llegar a la construcción del Templo, „lugar y morada de Dios entre los hombres”, exigen la observancia de todas las prescripciones para llevar una vida consagrada al Señor en las obras, en la plegaria personal y cultual, pero que no llega a las relaciones personales e íntimas que nos ofrece el Nuevo Testamento, por medio de Jesús, Dios hecho hombre.

Son relaciones totalmente diversas con la santidad que Dios nos comunica y nos hace vivir en sí mismo a través de la encarnación de su Hijo.

La santidad es una realidad divina, y reside en el mismo Dios („Yo soy el que soy”), uno y trino. Dios, no sólo es santo, es la santidad misma, como comunión de amor y como íntima relación entre las tres personas: don e intercambio.

El Espíritu Santo es el autor de la santidad, enviado por el Hijo, como Jesús mismo lo había prometido a sus discípulos, antes de subir al Padre (Jn 15, 26; 16, 5-19).

En la IVª Plegaria Eucarística nos dirigimos al Cristo que: „envió, Padre, el Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo”( Misal Romano). En la misma Plegaria, un poco más adelante, recordando Gálatas 2, 20 se dice: „Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó…” se puede ver dónde el creyente encuentra el eje y la realidad de la santidad vivida, en la unión con Cristo, y con Cristo al Padre en el Espíritu Santo.

Por el bautismo nuestra vida está unida a Cristo por la gracia. Es Dios que en Cristo se hace hombre e inicia aquella comunicación con la humanidad, con toda la creación, raíz y fundamento de toda santidad. Será el admirable „commercium” que canta la Liturgia de las Horas, en el tiempo de Navidad (Oficio de Lectura en el día de Navidad y fin de año, en la 2ª lectura; en los admirables textos recogidos de las homilías de S. León Magno, y la antífona para el Benedictus en la solemnidad de Santa María Madre de Dios), donde se nos ofrece una síntesis formidable de este misterio de elevación y salvación del hombre en el encuentro con la santidad de Dios.

La gracia, dice Ancilli, y lo recoge en su obra ya citada el cardenal Saraiva Martins: „es un desbordar y un irrumpir del amor de Dios en el hombre, es la respiración del Espíritu Santo en su alma.(La gracia) es el soplo de amor del Espíritu Santo que penetra en la vida espiritual del hombre, no simplemente en el sistema de sus actos de pensamiento y del querer, sino más profundamente aún…en el núcleo de su alma, en el corazón de su existencia, como dicen los místicos (o.c. 84).

Será, pues, el Espíritu Santo en la gracia el autor de la santificación del hombre, y quien empujará a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y todas las fuerzas, derramando en el corazón de los creyentes el amor de Dios: „El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se os ha dado”(Rm 5, 5; I Cor 6,11) que nos lleva a amar a Cristo transformándonos cada vez más perfectamente en Él.

Seguir a Cristo en el camino de la perfección, de la santidad, quiere decir estar dirigido, mejor, dejarse dirigir por el Espíritu Santo, porque la ley de Cristo es el Espíritu Santo(LG 50).

Teniendo en cuenta la acción del Espíritu Santo, multiforme en la vida de los creyentes, podemos acercarnos a entender cómo los destinatarios, „los santos”, pueden ofrecernos tantas tonalidades de una misma santidad en estos „Evangelios vivientes”, inmediatamente legibles por sus contemporáneos. Es un creyente que se ha tomado muy en serio su fe y la ha vivido hasta sus últimas consecuencias; ha experimentado la fuerza de renovación que de ella surge y ha dato testimonio de la salvación recibida. Toda experiencia humana es limitada y ninguno es capaz de agotar la infinita fecundidad de misterio cristiano. Pero cada santo nos propone un granito solamente en todo el esplendor de su belleza”(Domenico Marafiotti sj, Civiltà Cattolica 2001. I, 487).

El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen Gentium nos expone magistralmente la doctrina sobre los santos. Después de tantos años, observando la evolución de la vida y el pensamiento de tantos sacerdotes, religiosos, laicos no se llega a entender a dónde ha ido a parar el culto y la devoción a los santos y las justificaciones que se nos han dado para poder explicar, de algún modo, la ola de iconoclastia teórica y práctica que ha sufrido la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha hecho de los santos los compañeros de camino en la fidelidad al Evangelio, intercesores un poco para todas las necesidades posibles, demasiado a la mano, y modelos de vida en muchos aspectos inaccesibles, que oscurecían para una mayoría de cristianos la radicalidad de la fe cristiana y la mediación de Cristo, el único intercesor ante el Padre, que siempre vive intercediendo por nosotros.

Una relectura atenta de los documentos conciliares dogmáticos y litúrgicos nos puede ayudar a entender la doctrina de la Iglesia: „La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo.

Ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por ellos porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de su pecados(2 M 12, 46). Siempre creó la Iglesia que los Apóstoles y mártires de Cristo por haber dado el supremo testimonio de fe y caridad con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A estos pronto fueron agregados también quienes habían imitado más de cerca la virginidad y pobreza de Cristo y, finalmente, todos los demás, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos carismas divinos los hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles…

Veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad, pero más aún con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna (cf Ef. 4, 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos acerca más a Cristo, así el consorcio de los santos nos une Cristo, de quien, como Fuente y Cabeza, dimana toda gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios.

Es, por tanto, sumamente conveniente que amemos a estos amigos y coherederos de Cristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que le debemos por ellos; que „los invoquemos humildemente y que, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro.

Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en Él, que es la „corona de todos los santos”, y por Él va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado” (LG, 50).

El fenómeno de la santidad, en este nuestro mundo actual, es una realidad en la Iglesia católica, y también en las Iglesias ortodoxas, en las que se vive profundamente en las últimas décadas de siglo XX. No solo por las múltiples beatificaciones o canonizaciones celebradas por Juan Pablo II en estos veinticinco años de pontificado, más mil trescientas, y sus constantes llamadas a todos los cristianos a vivir coherentemente una santidad que se manifieste como testimonio, sino también porque en este momento histórico de vida y pensamiento se observa un atractivo especial del hombre de hoy por el misterio, o lo misterioso, por estas personas que llevan adelante una vida que va más allá del quehacer de cada día, normalmente anodino y anónimo, entre los que se mueven la mayor parte de nuestras comunidades cristianas laicas o religiosas.

Los santos -hablamos en general de aquellas personas que, después, la Iglesia canonizará o beatificará-, en las realidades de este mundo han vivido una fe combatida en medio al materialismo ambiental, cada día más arrollador. Pero, en medio de todo, iglesias, santuarios, capillas, altares, vemos que han ido recuperando espacios que parecían perdidos, una vida nueva, y no sólo como lugares de visita turística, sino más bien como lugares del Infinito, de la nostalgia de Dios; de interés por conocer estos santos que han gozado de la amistad con Dios, que se han santificado, y en los que Dios ha escrito como un preludio de lo que sucederá en el paraíso cuando podremos conocerlo y verlo, cara a cara.

Nostalgia también, y ejemplo, de cómo el amor de Dios se ha derramado en sus corazones y a través de ellos ilumina a los hombres de hoy sedientos y hambrientos no sólo de pan y agua para recorrer los caminos de la vida.

En el fondo de toda este nuevo relanzamiento en torno al culto y a las figuras de los santos, se manifiesta la necesidad toda una otra historia que tenga presente, a lo largo de los siglos, el paso de la Iglesia como presencia de un Dios que salva, a través de estos personajes, que a su modo han tenido tanta fuerza y un lugar determinado en la marcha del mundo político, social, económico, que les tocó vivir, con sus llamadas a insertar los valores del Evangelio (presencia de Dios en las realidades terrenas, fraternidad, respeto a los derechos personales y fundamentales, amor y misericordia, posibilidad de un juicio ante el tribunal de Dios, etc…) en las realidades cotidianas en las que vivieron.

Si hoy la Madre Teresa en su amor a los abandonados de la tierra, Juan XXIII abriendo las puertas de la esperanza en el camino de la paz, José Mª Escrivá en su revalorización del trabajo y la cotidianidad , el Padre Pío a través del signo de la cruz y el sufrimiento o la misma Gianna Beretta en la defensa de la vida que está para llegar, han hecho tanto para mostrarnos el camino de la presencia de Dios en la realidades de este mundo actual, podemos también adivinar el influjo en los círculos locales, regionales o nacionales de todas aquellas figuras que todavía hoy permanecen en pie con su obra, doctrina y santidad de vida de un Francisco de Asís, de Santo Domingo, S. Ignacio, S. Francisco Javier, Santa Teresa, o más cercanos como S. Juan Bosco, y otros mucho más recientes, pero más conocidos a niveles locales, diocesanos, religiosos, como son los canonizados o beatificados en los últimos veinticinco años.

Que no sea un fenómeno este nuevo interés por los santos a olvidar o no tener en cuenta, se puede observar por la ingente literatura en torno a ellos: biografías a veces no muy acertadas, hagiografías, estudios acerca de los santos, que se ofrecen a los lectores en librerías religiosas y laicas. Y si se ofrecen en venta quiere decir que existe un mercado, es decir personas interesadas en este género de literatura y que lee con gusto, acaso por la fascinación que pueden ofrecer estas personas reales y concretas, como prueba de amor y de respuesta a Dios, y de una vida plena y realizada en Dios, en un mundo secularizado, en un mundo en que pudiera parecer que los santos son una especie rara o que no existe en estas latitudes.

[Para conocer más de cerca y a un nivel científico, hasta este momento, la vida de los santos, beatos, siervos de Dios, en general se pueden consultar, en primer lugar: la Biblioteca Sanctorum (1961-2000); L'Histoire des Saints e sainteté chretienne(1986-88) ;Il grande libro dei Santi(2000) ; Alban Butler :Il primo dizionario dei Santi, secondo il calendario(2001). Para países de lengua española se pueden tener en cuenta el Año Cristiano de la editorial BAC, en la nueva edición; el Año Cristiano de EDIBESA y el Diccionario de los Santos de las PAULINAS, todos ellos con amplias referencias bibliográficas]

Este renovado interés actual y más bien reciente, del pueblo cristiano y no, por los santos, parece a primera vista algo como extraordinario. La doctrina católica, tan bien formulada en la Lumen gentium, como hemos visto precedentemente, en el postconcilio, durante casi cuarenta años se olvida, se oscurece y hasta se deja al margen por parte de muchos de nuestros pastores, teólogos, sacerdotes y agentes pastorales, con motivo del estudio acerca de la mediación e intercesión de Cristo, único mediador e intercesor ante el Padre, como si el culto a los santos oscureciera o despistara de este punto central de la teología, tal como se había venido realizando en la Iglesia a lo largo de los siglos, en los que evidentemente no habían faltado los excesos.

A esta situación se podría añadir la influenza de la teología luterana y protestante que, desde la misma reforma, con respecto a los santos se habla solamente como modelos de vida, y especialmente a causa de la doctrina sobre la justificación que no llega a eliminar la radicalidad de la culpa, olvidando la gran definición de Ireneo, que ya en el siglo II supo manifestar que: „Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios”, y la misma teología medieval ha explicado esto mismo diciendo que la vida del hombre es: „Exitus a Deo et reditus in Deum”.

Por otra parte, puede suceder que se tenga una experiencia acerca de la vida y personalidad de los santos vivida a través de leyendas, relatos maravillosos, esquemas hechos para rellenar con datos no contrastados históricamente, que nos dan una imagen distorsionada de estas figuras y su camino espiritual, y una gran parte escritas con un mismo modelo superado en el que al final, en un mundo de extraordinario no se ve el camino recio y duro de la santidad.

Evidentemente no existen escritos asépticos, aun de parte del histórico, puesto que él mismo está tocado por su formación, intereses, ideología, estructuras mentales, y hasta los mismos documentos y cartas, que pueden ayudarnos a conocer y descubrir la personalidad e intimidad del autor, pueden escapar a esta lectura subjetiva.

En nuestros tiempos estas biografías y documentación salen a la luz después haber sido compulsadas críticamente y con documentación original.

Una labor iniciada hace varios siglos por los Bolandistas, que aún hoy continua, y con éxito al conseguir expurgar tantas vidas de santos de leyendas e historias imposibles. La falta de rigor documental y objetividad crítica explica también hoy cómo muchas causas de canonización no vayan adelante o se retrasen años y años.

Vale la pena el recordar que, al P. Dehon, con motivo de la celebración de sus veinticinco años de sacerdocio (1893), los alumnos del Colegio S. Juan por él fundado y cuna de la Congregación, le regalaron la monumental obra de los Bolandistas, y que hoy se encuentra en la biblioteca de la casa generalicia.

Es conocida de todos la gran devoción e interés que nuestro Fundador tenía por los santos, reliquias, santuarios, que conocía y visitaba por todos los lugares por donde pasaba en sus largos y frecuentes viajes. Visitando Valencia, por ejemplo, describe toda la serie de reliquias que existían en la catedral en su libro: „Au delà des Pyrénnées” y que no eran pocas.

Leer tranquilamente el desarrollo de la obra de Dios en estas personas, como el P. Dehon, es un encontrarse con creyentes que han sabido creer y vivir su identificación en Dios durante toda su existencia, hasta llegar a aquella experiencia de Pablo revivida por él: „Vivo yo, pero no soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí”.

Una experiencia vivida ordinariamente, es decir en la vida de cada día, pero no de modo ordinario, que llevará al P. Dehon, a la hora de la muerte a decir, volviendo la mirada hacia el Sagrado Corazón: „Por Él vivo, por Él muero”.

Son estas realidades de la vida de los santos, en su Evangelio vivido, donde nosotros podemos revivir su propia experiencia y su carisma. Acercarse a los santos no quiere decir ir a buscar lo maravilloso o las florecillas. A veces sus vidas son normales, ordinarias, en las que el camino de la gracia se manifiesta palpablemente, hasta en los niños, en los que a su modo, el Espíritu se manifiesta en ellos, con gran sorpresa de los sabios y prudentes que querrían sendas más definidas. Nuestro P. Girardi, asistente nacional de la Acción Católica Italiana de niños, se preocupó de varios de estos casos de niños extraordinarios, muertos prematuramente pero con un camino espiritual sorprendente. Fue uno de los primeros en preocuparse y escribir una pequeña vida de la Sierva de Dios, Antonieta Meo, conocida y admirada por el mismo Pío XI, y hoy sepultada con todos los honores en la basílica de la Santa Cruz, de la que era feligresa.

Del mismo modo se puede ver la vida de tantos mártires por la fe, que aparentemente eran buenas personas, disponibles, normales y que, a la hora de su testimonio, como sucedió en España, Francia, Polonia, Unión Soviética, China, y en otros países, en las horas oscuras de persecución y violencia, lo han dado todo serenamente, en el siglo XX, el siglo del martirio como viene justamente llamado, como el final de una vida vivida en el Señor y corona de la misma.

No podemos olvidar a nuestros hermanos que han testimoniado también su fe en los campos de concentración, en los lager, en las misiones: en África, Indonesia o Hispanoamérica. El caminar hacia una beatificación quiere decir que se reconoce oficialmente el don de la vida, hasta el derramamiento de sangre, por el Reino del Corazón de Jesús. Nadie ama más que aquellos que dan la vida por sus amigos.

Y esto supone el tener delante de nosotros los ejemplos de una vida consagrada, en la que las virtudes teologales, cardinales o morales se han vivido de un modo heroico. Como resulta para aquellas causas que van por el camino de confesores, como ha sido el caso del P. Dehon, y lo son las del P. Andrés, P. Longo y P. Cappelli en nuestra Congregación; o por el martirio, sencillamente, como lo fue la del Beato Juan Mª de la Cruz.

La muerte-martirio de los Siervos de Dios PP. Longo y Martino Cappelli deberá aparecer como el coronamiento de una vida vivida santa y heroicamente. No parece fácil recorrer con estas causas el camino del martirio por las connotaciones políticas que en ambos casos se dan. Sus procesos se han introducido como confesores.

El P. Martino Cappelli, junto a D. Elia Comini, salesiano, caminan juntos como murieron juntos y en las mismas circunstancias, pero acaso deberían unirse a otros sacerdotes de la archidiócesis de Bolonia, asesinados también en aquellos mismos días y zona del Marzabotto en medio de sus fieles. Sería un estupendo testimonio de la Iglesia de Bolonia, como lo fue el de Valencia el 11 de marzo del 2001.

Para nosotros es muy importante el juicio de la Santa Madre Iglesia sobre la santidad y heroicidad de las virtudes del P. Fundador, emitido a través de la Relatio et Vota por los Consultores Teólogos el 30.01.1996, por unanimidad, y después confirmado por la Congregación ordinaria de Cardenales y Obispos, para concluir con el decreto del Santo Padre el 8 de abril de 1997.

Todo el proceso relativo al milagro ha seguido las mismas pautas, una vez obtenido el parecer positivo de la Consulta Médica, lo que nos conduce a una próxima beatificación, prevista para marzo o abril próximo, después de 52 años de espera, con la lectura del Decreto sobre el milagro, delante del Santo Padre, debido a la intercesión del Venerable Siervo de Dios Juan del Sagrado Corazón ( en el siglo: León Gustavo Dehon).

Ambos documentos son importantes para entender la figura del Padre Dehon: de un modo especial la llamada Positio super virtutibus, en la cual se ha hecho un estudio profundo y documentado sobre la figura y personalidad del P. Dehon y desde donde se puede deducir, como lo han hecho los Consultores Teólogos por unanimidad, que el P. Fundador practicó las virtudes en grado heroico. Un estupendo trabajo documentado que va más allá de las clásicas biografías; toda afirmación va probada diligentemente con testigos directos y documentación apropiada que ponen de relieve la figura del próximo Beato, como un hombre de Dios y un verdadero don para la Iglesia, para la Congregación y Familia Dehoniana, como inspirante, modelo e intercesor.

Para concluir no quisiera olvidar un dato: no siempre todas las voces han sido unánimes acerca de llevar o no adelante el proceso de beatificación del P. Dehon, aunque ya, desde los primeros momentos de su muerte, el P. Lorenzo Philippe, asistente general y después su sucesor, pedía a los religiosos conservar y consignar todo lo que se refería al P. Dehon, en vista de un posible proceso de canonización (Lettere Circolari di Mons. Philippe, ed. Bologna 1957, pp.8-38, donde podemos encontrar una bellísima relación sobre los últimos días del P. Fundador).

Hubo voces contra que, o no veían claro, aun dentro de los mismos religiosos que lo habían conocido y que se habían quedado al externo de su figura, y del que decían: Sí, es una gran personalidad sacerdotal y religiosa y en lo social. Hombre de tanta cultura y estudio, moderno; hombre de oración, de fe en la misión de fundador y apóstol del culto al Corazón de Jesús bajo la tonalidad del amor y de la reparación por él vivida y enseñada, de la oblación y de la vida eucarística; misionero audaz en sus obras y religiosos.

Pero, un hombre admirable, demasiado cercano en su humanidad, una vida vivida extraordinariamente, como se puede percibir a través de Notes sur l'Histoire de ma vie, les Notes Quotidiennes, en sus cartas a la familia, a los religiosos, pero demasiado humano a primera vista de quienes lo juzgaron.

Les faltaba conocer el P. Dehon íntimo y haber leído el último cuaderno de Notes Quotidiennes (1925) para darse cuenta por dónde caminaba la experiencia espiritual del P. Dehon al atardecer cerrado de su vida: el haber llegado a vivir su vida identificada en el misterio de la Santísima Trinidad, como aparece siempre en el camino espiritual de los santos.

A pesar de estas reticencias, después de las dolorosas vicisitudes de la IIª Guerra Mundial, el P. Guillermo Govaart se preocupa de recoger los testimonios de quienes aún en vida han conocido al P. Dehon, confiando este encargo al P. Jacques, un belga que ha desarrollado su trabajo con empeño, pero yendo con ideas preconcebidas a la hora de hacer las preguntas, de tal modo que, al final, sus relaciones provocaron un segundo proceso en Soissons, del que saldrá la figura y virtudes del P. Dehon clara y distinta. Es curioso que, este mismo P. Jacques, declarara al tribunal que él estaba convencido que el P. Dehon era un santo, pero que era difícil probarlo…

Desde 1952 a 1997, los PP. Postuladores Ceresoli y Girardi tuvieron que trabajar, investigar, moverse de una parte para otra para llevar adelante el proceso, con tanto sacrificio personal y a veces, con tanta incomprensión y soledad en su tarea. Imagino que, desde el cielo, con el P. Dehon, participarán a la fiesta de la Beatificación.

El 11 de marzo de 2001, el P. Bressanelli, dirigiéndose a los peregrinos venidos a Roma, como motivo de la beatificación del P. Juan Mª de la Cruz, les invitaba a pedir al nuevo Beato por una pronta beatificación del P. Fundador, de obtener para la Familia Dehoniana este milagro y así ha sucedido. Demos, pues, gracias a Dios.

Esta primera beatificación, de uno de los nuestros, ha sido un punto de partida hacia un interés más vivo en la Congregación sobre nuestros „modelos y santos”, entre los que la figura del P. Dehon brilla como un modelo a imitar, un intercesor, y como un Padre de una familia, que quiere seguir sus huellas y pisadas: llevar al Corazón de Cristo las almas y las sociedades, hasta hacer de Él, a través de nuestro empeño apostólico de adoración y un compromiso pastoral puesto al día, el Corazón del mundo.

 

P. Evaristo J. Mtz. de Alegría scj

Postulador General scj

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